“1985” contra el mandato de Massera

“Mis jueces disponen de la crónica, pero yo dispongo de la historia y es allí donde se escuchará el veredicto final”, alegó Emilio Eduardo Massera en el Juicio a las Juntas. La democracia está acechada por sujetos que no trepidan en tratar de que el augurio se acomode a sus deseos.

Que los reproches a la película “Argentina 1985” giren en torno a supuestas omisiones históricas confirma su calidad artística. No hay al parecer más flancos para entrarle que el enfoque y la jerarquización de los elementos narrativos que eligieron Santiago Mitre y Mariano Llinás para contar el Juicio a las Juntas. La discusión completa saludablemente el sentido político de la obra, al disparar un debate de medular importancia en el momento que atraviesa no solo el país sino gran parte del mundo, con la emergencia y expansión de prédicas que cuestionan la democracia.

Para tramar el film, los autores otorgaron mayor densidad dramática a la peripecia particular de personas ordinarias que consiguieron ponerse a la altura de las circunstancias extraordinarias que les tocaron. Al elegir destacar la gesta personal del fiscal Julio Straserra y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, relegaron a planos menos evidentes el papel que cumplieron quienes configuraron esas condiciones extraordinarias, con la generación de los dispositivos políticos y jurídicos que hicieron posible el proceso.  Menos evidentes, sin embargo, no es lo mismo que invisibles.

Se recrimina sobre todo el exiguo protagonismo concedido al presidente Raúl Alfonsín, de quien solo aparece la voz cuando le dice a Straserra “no tengo instrucciones para darle” y desencadena las conjeturas del funcionario judicial acerca del significado y alcance del mensaje. “Independencia de poderes”, lo ilumina su esposa.

La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas creada por iniciativa de Alfonsín y encabezada por el escritor Ernesto Sábato, principal cantera de las pruebas que el equipo de Straserra logró reunir para perfeccionar la acusación, es mencionada tangencialmente.

Madres de Plaza de Mayo tiene más presencia, pero tampoco es un componente importante de la trama.

Ni siquiera se alude la derogación de la ley de Pacificación Nacional dictada por Reynaldo Bignone en el desemboque del Proceso para garantizar la impunidad de los genocidas y la reforma del Código de Justicia Militar para que sus crímenes pudieran ser juzgados por la Justicia Civil.

El Gobierno Nacional es abordado con más énfasis en la figura del entonces ministro del Interior Antonio Trócolli, que despliega la teoría de los dos demonios.

La ausencia de instrucciones de Alfonsín a Straserra puede interpretarse en ese marco como un “arrégleselas como pueda”, más aún si se consideran los explicitados temores del fiscal por el presentimiento de que podría convertirse en pieza descartable de un juego de poderes que lo supera.

Pero también, si se quiere, como indicio de la fragilidad desde la cual el Gobierno de entonces acometió la empresa, amenazado por una corporación militar con una legitimidad todavía fuerte para derrocarlo; de las peligrosas tensiones que atravesaban a la recién nacida democracia.

Esta perspectiva agiganta la hazaña. El Juicio a las Juntas carecía de precedentes y todavía carece de correlatos a nivel mundial.

El foco en Straserra, Moreno Ocampo y su joven equipo obedece a cuestiones de economía narrativa. Sus vulnerabilidades, sus dudas, sus límites, sus temores, sus reservas, son las de todo un sistema bajo amenaza.

Lo que queda claro es la magnitud de la empresa y su eficacia para fortalecer un consenso democrático todavía incipiente en la opinión pública de entonces, signada por los traumas de la violencia política.

Al elegir destacar la gesta personal del fiscal Julio Straserra y  Luis Moreno Ocampo, “1985”relega a planos menos evidentes los dispositivos políticos y jurídicos que hicieron posible el Juicio a las Juntas.  Menos evidente, sin embargo, no significa invisible

El velo

La indispensable contribución del Juicio al afianzamiento social de la convicción democrática queda sintetizada en una escena ejemplar.

Luis Moreno Ocampo es civil, pero su familia integra la corporación militar. Su madre, amiga de Jorge Rafael Videla, está en contra de la investigación en la que participa. Cree fervientemente que los crímenes de la dictadura se justifican, adhiere al relato de los dictadores y de propagandistas como Bernardo Neustad.

Sin embargo, lo llama por teléfono espantada tras el crudelísimo testimonio de Adriana Calvo de Laborde. La mujer había sido obligada a parir en un patrullero, sometida a las burlas y maltratos de captores que ni siquiera la asistieron en el parto y recién le permitieron abrazar a su hija después de hacerla baldear una dependencia policial clandestina.

“Yo a Videla lo quiero, pero tenés razón: tiene que ir preso”, le dice a su hijo. Una fisura clave en el consenso dictatorial, que Mitre y Llinás subrayan con acierto para exponer hasta dónde caló el Juicio en la conciencia colectiva.

Traduce lo que le ocurrió a Jorge Luis Borges cuando asistió a una de las jornadas del proceso y se horrorizó frente a los testimonios de las víctimas.

El Juicio corrió brutalmente un velo para mostrar la complicidad de la indiferencia. A partir de eso, nadie podrá alegar inocencia. Los dos demonios se desmoronan y queda solo uno: el del terrorismo de Estado desorbitado en su sadismo.

Cae el argumento cuantitativo, que Javier Milei esgrimió otra vez en Tucumán, en campaña y aliado al hijo del Antonio Bussi, al reclamar que le muestren los 30 mil desaparecidos.

Prevalece la dimensión cualitativa. Cualquier desmesura que se atribuya a las organizaciones guerrilleras para tratar de justificar los crímenes de la dictadura está viciada por un defecto insalvable: las organizaciones guerrilleras no torturaron, no se ensañaron con los cuerpos.

No existe una sola evidencia de esta aberrante práctica por parte de la guerrilla.

Este solo detalle impide cualquier comparación.

“Yo estoy aquí procesado porque ganamos una guerra justa. Si no la hubiéramos ganado no estaríamos acá –ni ustedes ni nosotros- porque hace tiempo que los altos jueces de esa Cámara habrían sido sustituidos por turbulentos tribunales del pueblo y una Argentina feroz e irreconocible hubiera sustituido a la vieja Patria”

(Emilio Eduardo Massera)

Terror residual

Uno de los debates que se dieron sobre los efectos de la dictadura en la cultura política nacional tras la restauración democrática estribó en que el terror instaurado había anulado las posibilidades de llevar adelante la revolución. Es decir: el genocidio argentino no solo había barrido con la generación que creía en la posibilidad de un cambio radical en las estructuras de poder y en la justicia social, y se comprometió por la vía armada o en forma pacífica, sino que además operaba como tenebroso escarmiento para quienes pretendieran intentar algo similar en el futuro.

Discusiones al margen, “Argentina, 1985” desafía a la imaginación política y marca la necesidad de encontrar respuestas colectivas civilizadas a la degradación social y el sentimiento de frustración que experimenta el país.

¿Cómo sortear el terror residual?

¿Cómo impedir que energúmenos como Milei se apoderen de la rebeldía, del impulso al cambio?

¿Cómo sustraer a la democracia del fracaso? O mejor: ¿Cómo evitar que el fracaso sea atribuido a la democracia?

“Argentina, 1985” desafía a la imaginación política y marca la necesidad de encontrar respuestas colectivas civilizadas a la frustración que experimenta el país ¿Cómo sustraer a la democracia del fracaso? O mejor: ¿Cómo evitar que el fracaso sea atribuido a la democracia?

El mandato de Massera

Narrativas como la de Milei son herederas de otro alegato que se pronunció en el Juicio, que la película de Mitre y Llinás tampoco exhibe.

Lo desarrolló Emilio Eduardo Massera, el más lúcido de los criminales sentados en el banquillo. Fue el único que, tenebrosamente, no delegó en sus subordinados la responsabilidad por las atrocidades cometidas y la asumió íntegramente.

“No he venido a defenderme –comenzó-. Nadie tiene que defenderse por haber ganado una guerra justa. Y la guerra contra el terrorismo fue una guerra justa. Sin embargo, yo estoy aquí procesado porque ganamos una guerra justa. Si no la hubiéramos ganado no estaríamos acá –ni ustedes ni nosotros- porque hace tiempo que los altos jueces de esa Cámara habrían sido sustituidos por turbulentos tribunales del pueblo y una Argentina feroz e irreconocible hubiera sustituido a la vieja Patria”.

“Si no la hubiéramos ganado no estaríamos acá”.

Massera reivindicó a la dictadura como partera de la democracia. “Su drama –escribió Claudio Uriarte en esa brillante biografía y disección de la dictadura que es “Almirante Cero”- era que el discurso no tenía destinatario real fuera de la representación personal que él tenía de lo que eran las Fuerzas Armadas, y que solamente podía producir la impresión, el asombro y el silencio”.

Conviene preguntarse si el auditorio para aquel alegato sigue tan impermeable.

¿Qué dimensiones tiene hoy el destinatario del mandato de Massera?

Es el gran interrogante que deja abierto “1985”, mientras aporta a despejarlo con la memoria simultánea  del horror y de la democracia argentina en su punto más alto y digno. Es lo que hace el arte cuando trasciende lo estético para proyectarse a lo ético: no suministrar respuestas adocenadas, sino abrir el ángulo de las dudas e interpelar a la condición humana y la inteligencia.

“Mis jueces disponen de la crónica, pero yo dispongo de la historia y es allí donde se escuchará el veredicto final”, dijo Massera.

El Almirante Cero ha muerto, pero está a la vista que no faltan personajes dispuestos a retomar su prédica, para tratar de que el augurio que disparó cuando lo condenaron a perpetua se acomode a sus deseos.

 

Una muestra interesante de la discusión alrededor de «Argentina 1985» puede leerse en https://seul.ar/argentina-1985-gargarella-llinas/

 

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