Cristina y Macri en la metamorfosis

El peronismo reanuda el cambio de piel truncado en 2019 con la “máscara de Alberto”. Macri intenta mantener a flote un liderazgo lastrado por Rodríguez Larreta y el radicalismo. Tribalización y deterioro del eje metropolitano.

El retroceso de los liderazgos de Cristina Kirchner y Mauricio Macri consigna la ineficacia del formato de la fractura para traducir el conflicto político, en una sociedad que experimenta los efectos de una profunda degradación acelerada por la peste.

Pobreza entre el 40 y el 50%, la mitad del trabajo en la informalidad, 5% del empleo privado destruido en la última década, inflación desbocada, Estado en quiebra. La política no sólo no ha revertido la catástrofe provocada por la caída del sistema de Convertibilidad en 2001, sino que la ha profundizado y cristalizado sus causas. El estallido ha sido suplantado por la agonía, que se extiende mientras los extremos de la grieta dirimen el prorrateo de las responsabilidades por el fracaso colectivo.

La derrota oficialista en las elecciones de medio término se inscribe en el agotamiento como insumo proselitista de la dicotomía kirchnerismo/antikirchnerismo –o su reverso: macrismo/ antimacrismo-, a lo largo de un proceso signado por dos fracasos: el de la Presidencia de Mauricio Macri, que precipitó la crisis en el estancamiento económico, y el de la “máscara de Alberto”, que le permitió a Cristina Kirchner sortear carencias electorales en 2019, pero se desarticuló en la gestión debido a la asimetría de sus componentes.

Cambio de piel

La designación de Alberto Fernández como candidato a Presidente fue un golpe maestro, descargado con el “timing” exacto. Cristina la anunció el 14 de mayo de 2019, una semana después de la reelección, con cifras aplastantes, de Juan Schiaretti como gobernador de Córdoba.

El propósito inmediato era neutralizar el afianzamiento de Alternativa Federal, propuesta que habían lanzado en septiembre de 2018 el propio Schiaretti, Sergio Massa, el senador Miguel Pichetto y el gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, para esmerilar el liderazgo cristinista desde un “peronismo republicano”. Al espacio, que contaba con la adhesión de otros gobernadores peronistas, se sumó luego el ex ministro de Economía Roberto Lavagna.

La máscara de Alberto terminó de caer con la derrota del Frente de Todos. El peronismo se interna en otro de sus cambios de piel, que es en rigor la reanudación del proceso truncado, o diferido, por la licuación de Alternativa Federal.

La ratificación de Schiaretti ofrecía a Alternativa Federal una base territorial voluminosa para complementar el anclaje bonaerense de Massa, pero la consagración de Fernández frustró las tratativas tendientes a robustecer la opción con un mayor protagonismo del cordobés.

Fernández venía de intensas críticas a su promotora, que lo había expulsado como jefe de Gabinete en 2008 y lo indultaba para que la división del peronismo no facilitara la reelección de Macri.

Las características que habían precipitado la excomunión se transfiguraban en virtudes. El perfil moderado y hospitalario al diálogo se suponía atractivo para el público en el que buscaba afincar Alternativa Federal.

El paso siguiente fue la redención de Massa, otro hereje, cuya deserción arrebató a Alternativa Federal el vector de mayor consistencia electoral en Provincia de Buenos Aires. Su triunfo en 2013 a la cabeza de la lista de diputados nacionales bonaerenses del Frente Renovador, con el 44% de los votos, había clausurado el proyecto de un tercer mandato de Cristina vía reforma de la Constitución. En 2015, como candidato a la Presidencia, había obtenido el 21% tras derrotar en primarias al cordobés José Manuel de la Sota.

Con la absolución de los disidentes, Cristina mostraba disposición a resignar rencores en pos de una construcción más trascendente. Lúcida generosidad de la líder: la reincorporación era un quiebre en la radicalización que había sucedido a la muerte de Néstor Kirchner y la contundente reelección de 2011, mantenida a lo largo de la Presidencia de Macri, a quien se había negado a entregarle los atributos del mando.

En perspectiva, el Frente de Todos se configuraba como una adaptación del rígido cristinismo a las pragmáticas fuentes nestorianas. Cristina evolucionaba a leona herbívora.

El diseño priorizó el capital simbólico.

Alberto, operador eficaz pero carente de incidencia electoral, porteño, en el casillero mayor. La potencia electoral de Cristina, que lo empujaba desde la vicepresidencia, se acrecentaba con la de Massa, menor pero clave.

Es decir: Alberto era vicario del poder de Cristina y Massa. Equilibrar la ecuación requería que, como Presidente, edificara el liderazgo sobre una estructura propia, como la que tenían sus socios. Era una condición determinante para que la fórmula votada en 2019 superara la cosmética. Los gobernadores, el sindicalismo y gran parte de las organizaciones sociales se ofrecieron como plataforma, pero él eligió continuar a la sombra de Cristina.

La máscara de Alberto terminó de caer con la derrota del Frente de Todos. El peronismo se interna en otro de sus cambios de piel, que es en rigor la reanudación del proceso truncado, o diferido, por la licuación de Alternativa Federal.

La última experiencia de profundidad similar fue el pase del menemismo al kirchnerismo, que se completó en 2005, con el triunfo de Cristina sobre Hilda “Chiche” Duhalde en la provincia de Buenos Aires.

Acciones en disputa

Rumbo a 2023, Juntos por el Cambio espeja las mutaciones en el campo de sus antagonista.

Muy escorado por el fracaso de su gestión presidencial, Macri extrema el perfil antikirchnerista para tratar de mantener a flote su liderazgo, lastrado por la proyección del jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y por un radicalismo entonado con la corroboración del peso de su estructura partidaria, que maniobra para posicionar figuras.

Los bandos parecen estar claros en el PRO.

El polo referenciado en Rodríguez Larreta y María Eugenia Vidal se ofrece como la superación de la experiencia Macri, a la que considera definitivamente malograda. El alcalde porteño tira líneas evidentemente para empinarse en provincia de Buenos Aires y con menos visibilidad en otros distritos. Preparativos para la batalla por el control de la facción macrista, cimientos del posmacrismo.

Macri extrema el perfil antikirchnerista para tratar de mantener a flote su liderazgo, lastrado por la proyección del jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, y por un radicalismo entonado.

La veteranía en frustraciones ha arraigado en los radicales la conciencia de la importancia de su red de comités. En más de un siglo de historia, atravesaron airosos más de una ruptura, así que es cierto: se rompen pero no se doblan. Elisa Carrió y Ricardo López Murphy vienen de ahí; también Leopoldo Moreau, que recaló en las playas kirchneristas.

Para 2023 apuntan a replicar, “mutatis mutandi”, la escena de la Convención de Gualeguaychú, celebrada en marzo de 2015, donde decidieron ajustados a las formalidades partidarias jugar la partida presidencial aliados con Macri y la Coalición Civica y no con Sergio Massa.

El destrato al que los sometió Macri es tan cierto como que consiguieron mantener la integridad del partido y detener la sostenida decadencia que protagonizaban desde la renuncia de Fernando de la Rúa. No es detalle menor. La UCR no consiguió cubrir el vacío que dejó Raúl Alfonsín, pero sobrevive como referencia política, con masa crítica de orden federal. Es indispensable para la solidez de Juntos por el Cambio y exige una revisión del paquete accionario. Enfilan aspirantes a la Presidencia, todavía verdes pero con hambre: Facundo Manes, Gerardo Morales, Alfredo Cornejo, Martín Lousteau.

La evolución del litigio boinablanca es medular en el destino cambiemita.

Macristas en tren de parricidio, radicales reuniendo fichas para las manos definitorias: la Coalición Civica de Elisa Carrió se debate entre esos dos bloques.

Tribalización

El medio término expone también el deterioro del eje metropolitano como ordenador de la contienda política nacional.

El Conurbano bonaerense, que cerca CABA, se ha vuelto demasiado inestable como para cifrar allí el destino de un proyecto federal. Si tener un anclaje significativo en el área es imprescindible, resulta insuficiente como factor de afianzamiento.

El fenómeno está asociado al eclipse de Eduardo Duhalde, el último dirigente reconocido como jefe inobjetable por los intendentes, o “barones”. Ningún otro alcanzó influencia similar, y la vacancia duhaldista se cubrió con lo que, en rigor, fueron delegados de la Casa Rosada, muy condicionados para emanciparse: Daniel Scioli en 2007, María Eugenia Vidal en 2015, Axel Kicillof en 2019.

La mayoría de los gobernadores desacopló en 2019 sus elecciones provinciales de la nacional. O sea: desacopló su destino particular inmediato del nacional, signado por una incertidumbre que la postulación de Fernández aventó recién en mayo

Buenos Aires es, más que una Gobernación, una confederación de intendentes celosos de su poder territorial, que entró en conflicto en la última etapa con la dirigencia de La Cámpora, brazo político del ultracristinismo al que ven como una intrusión, y las organizaciones sociales, que les disputan el monopolio del asistencialismo en un territorio estragado por la miseria.

La inestabilidad del área metropolitana se proyecta al país y contribuye a la inconsistencia política que en algún momento se esperó revirtiera el experimento de la máscara de Alberto.

2019 ya mostraba con claridad el proceso de balcanización. La mayoría de los gobernadores desacopló sus elecciones provinciales de la nacional. O sea: desacopló su destino particular inmediato del nacional, signado por una incertidumbre que la postulación de Alberto Fernández aventó recién en mayo. Macri no permitió que Provincia de Buenos Aires lo hiciera y arrastró a Vidal en su derrota.

La tribalización continúa, con la recomposición del ecosistema político pendiente.

Poder fragmentado es poder impotente.

 

 

 

 

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